Editorial El Nacional: La Venezuela secuestrada

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Una epidemia de terror

Si existe en este país un consenso general sobre un tema, este sería, sin duda, que no hace falta una investigación profunda para determinar las cifras de los secuestros que ocurren en Venezuela. Tampoco existe la necesidad de analizar las distintas modalidades ni la evolución de los procedimientos que siguen los delincuentes. Mucho menos las características de los malhechores ni del sitio donde planifican sus fechorías.

Las respuestas a estas interrogantes (los análisis, modus operandi, secuestradores, autores intelectuales, etcétera) las saben los órganos de seguridad del Estado y los militares. Pero en estos tiempos bolivarianos es muy difícil que revelen una cifra confiable que esté en su poder. Paralelamente, existe un subregistro importante que no se cuantifica.

Sin embargo, el CICPC afirma que aumentó 41,3% la incidencia de este delito si se compara la cifra de casos (109) desde enero a la segunda semana de agosto de 2014, con la del mismo período de este año (154). Y ahora, debe agregarse, que los secuestradores cobran en dólares o joyas valiosas.

Lo que no se ha ventilado lo sufi ciente es que por cada secuestrado que regresa «sano y salvo» a su casa, surge en ese hogar una familia entera que se traumatiza y enferma. Hay quienes proponen una vía para sacar la cuenta de las víctimas por medio de una simple multiplicación: el plagiado por el número de miembros de una familia promedio.

El sufrimiento, la desazón, la angustia de perder al ser querido nada tienen que ver con el hecho de si se paga en dólares, bolívares o euros, o si se llevaron el carro o las joyas. Es que los secuestradores se llevan la tranquilidad, la vida de esas familias, que luego ven como se modifica su rutina porque seguirán por mucho tiempo padeciendo de miedo y terror.

Recientemente a las puertas del preescolar donde estudia su hija, una mujer embarazada fue objeto de un secuestro.

La soltaron en un paraje solitario y se llevaron su camioneta. La señora nunca volvió a dormir tranquila y su pequeña hija tampoco. Aunque la niña no fue víctima directa, ella padece la misma angustia de su madre.

Este es apenas un ejemplo entre tantos pero hay casos en que la gente no vuelve a salir de su casa, familiares que no se atreven a dejar solo al que fue secuestrado y por eso cesan de trabajar, familias que no quieren ir ni siquiera a la farmacia.

A menudo se olvida que estos plagios suceden en todos los estratos sociales.

Las víctimas no son siempre de clase media o alta. Cualquiera está expuesto al terror que causa ser secuestrado y los delincuentes lo saben. A veces una simple amenaza telefónica al azar pone a correr a más de uno, porque todo venezolano sabe que no hay manera de hacerle frente a un horror semejante, a la crudeza con la que la realidad y la indefensión los golpea.

Hoy no hay paz para las familias de los secuestrados que aún están en cautiverio. El repique de un teléfono no suena igual para estas personas y la impotencia marca las horas de sus días.

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