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Hoy no tengo palabras. Solo este nudo torcido en el silencio. Un silencio denso que se pasea por las imágenes de guerra que, cada día con más saña, marcan el asfalto entero del país. Estoy frente a mi computadora y no hallo en el idioma ninguna frase que me sostenga. Estoy ladeado. Triste. ¿Quién no lo está hoy? Se me caen las sílabas hacia dentro del silencio. Y me quedo así. Mudo. En estupor. En un duelo profundo. Intento escribir y no puedo porque encima de mi teclado está el cadáver del joven Miguel Castillo. Roto. Con un más nunca en el pecho. Y tapándome las vocales está el cuerpo asesinado de Armando Cañizales. Y cubriendo las consonantes, con toda su
sangre, están los más de 40 asesinados en este apocalipsis firmado por Nicolás Maduro. Y entre los adjetivos solo encuentro el cuero cabelludo de Oriana Whaskier, la joven manifestante arrollada sin misericordia por un «hombre nuevo» del régimen. No encuentro palabras, insisto. Estoy ronco de dolor. Tengo afónico el discernimiento. Todo aturde en esta hora terrible del país. Solo escucho los gritos de cientos de ciudadanos que huyen espantados ante el acoso de los paramilitares, jugando a ser el infierno. Rompiendo sus puertas, saqueando sus negocios, violentando sus domicilios. Solo escucho perdigones y balas cuando intento dormir. Y ese odio que derrocha la guardia nacional. Esa virulencia de bestias en delirio. Veo las imágenes de la feroz represión y se me atascan el duelo y la rabia en la voz. Me asalta el deseo de romper a llorar. Y me contengo. Porque ya hay tanta gente en el llanto que no cabe más nadie. Estamos en la olla salvaje de la dictadura, enfrentando su hedor. Ya no quedan calificativos para tanto desafuero.Lo siento, debes estar conectado para publicar un comentario.
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