Durante la Segunda Guerra Mundial, los nazis y los comunistas empleaban un arma que consideraban extremadamente eficaz no sólo contra sus enemigos externos, sino contra sus propios pueblos: el hambre. Que un ejército la empleara para debilitar, derrotar o rendir sin condiciones a sus enemigos viene desde muchos siglos atrás y valga recordar que las fortalezas militares y los castillos medievales se mantenían en armas en tanto sus reservas de alimentos y de agua no menguaran.
En el caso de la Alemania nazi los testimonios históricos abundan y dan fe de cómo el racionamiento de los alimentos o su negación total permitía debilitar la resistencia de los enemigos pero, a la vez, eliminaban buena parte de la población civil, que para los generales alemanes constituían un verdadero estorbo porque no agregaban nada útil sino bocas que alimentar, aunque fuera con un mendrugo de pan. Pueblo que caía bajo su dominio militar era, sin mayores preámbulos, sometido a una estricta política de racionamiento alimenticio dirigida a rebajar el cuerpo humano a su mínima expresión de carne y hueso. Además, eran pueblos prescindibles, de raza impura y debilidad física y mental contagiosa.
Los comunistas rusos no se quedaban muy atrás a la hora de aplicar el hambre como una poderosa forma de acabar con los pueblos conquistados por sus fuerzas armadas. Arrasaban con sus cosechas, quemaban los campos y los graneros, al mismo tiempo que destruían los instrumentos de labranza y los animales que tiraban de los arados para preparar las siembras. No se crea que esta práctica indigna de un ejército y de sus comandantes militares ocurría en la Segunda Guerra Mundial, al contrario, el mismo Vladimir Lenin la impuso al iniciar el proceso de colectivización de la tierra y la persecución contra los campesinos prósperos a los cuales calificaba de «peligros permanentes para el avance de la revolución».
Desde luego, si alguien inicia esa práctica como una «política de Estado» y la integra a las rutinas represivas de los militares y los cuerpos policiales, se termina creando un nuevo tipo de crimen social y económico: cultivar la tierra, ser exitoso y vender la cosecha, practicar el comercio de los productos y abastecer el mercado es un arma extremadamente peligrosa para la revolución comunista y el nazi fascismo. Si no se induce la restricción y el control de los alimentos se debilita el control político de la población, que es el objetivo.
Si trasladamos estas situaciones a lo que sucede en Venezuela nos damos cuenta inmediatamente de que el control de la producción y la venta de alimentos ha resultado un arma muy eficaz para este régimen presidido por una camarilla cívico militar llena de avaricia y portadora innata de un cinismo político que carece de antecedentes en nuestra patria. Su llamado a mejorar la calidad de vida de los venezolanos, su promesa de quebrarle el espinazo a los especuladores y acaparadores, no ha sido otra cosa que una artimaña cruel para engordar sus bolsillos.
Cuando el gobernador Vielma Mora, teniente por más señas, asegura que no habrá «repeticiones de ninguna acción para poder dar el paso a Colombia», entendemos no sólo la vileza de su alma sino el profundo descalabro moral que el madurismo ha sembrado en la Fuerza Armada.
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