Alberto Barrera Tyszka
Todo estaba tan bonito. Todo había salido de maravilla. Hasta los soldados, vestidos con esos trajecitos de la guerra de independencia, se veían de lo más bien. El acto, además, tenía sentido, ya era hora de que Pedro Camejo ascendiera oficialmente a las grandes ligas de la patria. Mientras, el oficialismo, por supuesto, aprovechaba el evento para seguir promocionando su conocido hilo musical: Nosotros somos los héroes. Los otros son el enemigo.
Pero de pronto, una niña se salió del guion. Fue una escena de película. Los poderosos felices, elegantes, disfrutando… y de pronto, aparece una pobreza inesperada y les agua la fiesta. En medio de la ceremonia oficial, la realidad se tiró un peo. Una niña con un micrófono dijo que su escuela no tenía techos, que los baños de su escuela estaban sucios. Por unos instantes, la voz del país irrumpió entre los oligarcas. Por unos instantes todos se quedaron pasmados, como decidiendo qué mueca elegir. La urgencia de la vida siempre se salta los protocolos. Esa tragedia que llamamos realidad no se puede disfrazar.
El gobierno parece haber entrado en modo de desesperación. Este empeño en obviar los problemas del país, tratando siempre de acusar a algún villano extranjero, ya no da más. Es, también, un modelo agotado. Antes de que cualquier funcionario declare, ya los venezolanos sabemos qué va a decir. Podríamos incluso organizar un sistema de apuestas nacional para ver qué nombran primero: ¿La guerra económica? ¿El imperialismo? ¿La derecha internacional? ¿Álvaro Uribe?… Todas esas respuestas ya forman parte de un chiste colectivo. La verdad, ahora, se cuela hasta en los actos oficiales.
El desespero alcanzó un clímax insospechado en estos días cuando Maduro se metió con Donald Trump. Es insólito. ¿Qué presidente, con cierta responsabilidad laboral y algunas ocupaciones que atender, se dedica a responder las idioteces que dice un millonario de un país extranjero? Los otros mandatarios del mundo, al parecer, tienen trabajo qué hacer, obligaciones que cumplir. Pero Maduro no puede ver un adversario desocupado, un conflicto vacante, porque se lanza ansiosamente sobre él. Sea donde sea. Esté dónde esté. Es un especialista en enemigos externos. Prefiere pelear con ellos que pelear contra nuestra realidad.
Los actos de homenaje a Pedro Camejo, realizados el miércoles de esta semana, seguían la misma línea de espectáculo destinado a nublar la realidad, a hacernos creer que la vida es un himno. En la Asamblea Nacional, Diosdado Cabello aprovechó para llamar “racistas” a los diputados de oposición que no asistieron a la sesión. Ciertamente, no han debido faltar. O, al menos, si su razón fue política, han debido explicarla. Para eso se les paga. Pero la lógica de Cabello es absurda. Siguiendo su razonamiento, tendría que acusar a los diputados de su bancada de “corruptos” por negarse a debatir el caso de Pdval, de “gorilas” por rechazar la discusión sobre las torturas a los estudiantes detenidos, de “traidores a la patria” por evitar el debate sobre el caso de Guyana… El oficialismo entiende la actividad parlamentaria como un permanente ejercicio de ceguera.
Los discursos fueron solemnes y aguerridos. Se habló de la derecha, de la historia burguesa, del comandante eterno, del deber de mantenerse en el poder hasta 2030. Todo estaba tan bonito. Todo había salido de maravilla. Hasta los soldados, vestidos con esos trajecitos de la guerra de independencia, se veían de lo más bien. ¿De dónde salió esa carajita? ¿Quién le dio permiso para entrar así en el campo de batalla? ¿Cómo que “baños sucios”? ¿Cómo que “escuela sin techos”? ¡Niña! ¡Cómo se te ocurre decir eso delante de las visitas! ¡Aquí están el pana Dany y la comadre Piedad! Aquí hay mucho periodista extranjero. ¡Eso no se hace! ¿Qué van a pensar ellos de nosotros?
Una niña con micrófono fue lo más real de todo. El único homenaje verdadero a los héroes y a la independencia. Ella fue lo más Pedro Camejo de todo el acto. Un urgente imprevisto: el país.
Sé el primero en comentar en «Una niña y un micrófono»