El gobierno venezolano se desliza sobre una montaña rusa. Por un lado, pretende consolidar la dictadura para aplastar a una oposición más sabia e irreductible que nunca, pero como no puede vencerla y encima se divide y debilita en el intento, la mano invisible de la realidad le hace rebotar hacia el diálogo. Bascula entre dos extremos: endurecer el poder, o perderlo de la peor manera. El camino se le ha angostado; pronto solo le quedará la esperanza de sobrevivir. ¿Qué está dispuesto a conceder para lograrlo? ¿Estará listo para aceptar, por ejemplo, que su tiempo se agotó y que se trataría de salir de la manera más pacífica, constitucional, electoral y dialogada o negociada?
La política de la oposición vacila entre la resistencia contra la deriva dictatorial y el democrático mecanismo del diálogo. Hay diferencias perfectamente lógicas y legítimas en la MUD y en la disidencia en general, cuyo origen es obvio: el diálogo es connatural a la democracia, pero del que se ha hablado hasta hoy es de factura sospechosa. El gobierno agitó esa noble bandera opositora solo para librarse del RR y de la elección de gobernadores que deben realizarse en 2016. Está consciente de su segura derrota y no se siente preparado para perder el timón. Teme someterse a la gran auditoría pública que pondría su gestión en el brasero. Supone que el adversario será un vengador que se llevará por delante a justos y pecadores. No entiende que la oposición no puede incurrir en semejante exabrupto, por dos clarísimos motivos:
1) recibirá un país en ruinas y tendrá que reunificarlo para superar el envenenado legado que caerá bajo su responsabilidad. Si en lugar de hacer nuevos amigos y neutralizar enemigos, reintroduce la actual división perfumada de odio, se dará con las espuelas.
2) ha crecido con tanto éxito porque respeta el pluralismo democrático, que lleva en su propio seno. Es un principio, una razón de ser. Si lo pierde, realimentará el fundamentalismo y levantará justificadas reservas en el mayoritario movimiento democrático. En lugar de gobernar, será gobernado por el azar.
Si con pasos de autómata, el régimen sigue marchando hacia el totalitarismo, asumiendo un costo político que no puede pagar, no sobrevivirá, como lo anuncian su desoladora impopularidad y el naufragio insondable de su gestión económica, con las explosivas consecuencias políticas y sociales que el mundo está observando asombrado. Y si así fuera, la transición será demasiado difícil. El riesgo de salidas cruentas se elevará al cubo y lo que menos necesita nuestro agobiado país es que se incremente la violencia bajo el dilema del todo o nada o, mejor, del sálvese quien pueda.
Que en la Fuerza Armada ha mejorado la visión de los uniformados acerca de tan tenebrosa tragedia, se aprecia en un hecho evidente. No ha disparado contra el pueblo. No lo hizo para evitar la gran victoria opositora del 6D. No atendió las exigencias del ala quebrada del régimen para evitar que se juramentaran los diputados de la AN. No obstaculizó la gigantesca movilización social del 1 de septiembre, ni la del firmazo, ni la de las mujeres en pleno octubre y tampoco la del día 26 de los corrientes.
¿Cuál sería la novedad de este diálogo que el gran papa Francisco ha asumido en calidad de mediador o facilitador, junto con UNASUR (cuya composición ya no está sesgada hacia la intransigencia fundamentalista), la Unión Interparlamentaria Mundial y fuertes personalidades del mundo?
Sin duda la calidad de los garantes es una buena noticia. Es reconfortante la presencia en el asunto de un hombre tan experimentado como el Papa Francisco, tan bien intencionado y buen conocedor de la tragedia venezolana. Pero lo decisivo, más allá de buenas voluntades, es la agenda que precise lo que se va a abordar. Estarían vertidas en ella las aspiraciones de las partes, a conciencia de que en la ausencia de estado de derecho y bajo la pobreza que nos abruma, quien debe comenzar por normalizar el país en los términos prescritos por la Constitución, es el victimario, el poder, y no las víctimas.
El diálogo marcharía si cada punto se va cumpliendo. La libertad de los presos políticos, digamos por caso, no será un engaño si efectivamente López, Ledezma y los más de 100 venezolanos secuestrados salen a la calle y se dan a hablar y producir. De la misma manera ocurrirá con cada tema de la agenda, sin la cual el diálogo ni siquiera arrancaría. Tiene razón Capriles, cuando insiste en que por ahora diálogo no hay, fuera de auspiciosos tanteos iniciados por el cauce de la facilitación internacional. Lo confirma el representante del Papa: todo lo que hay –dice– es una propuesta presentada por el Vaticano y Unasur, de modo que por muy importante que sea tal iniciativa, no hay que adelantar conclusiones.
El punto no reside en creer o no creer en las intenciones del otro, sino en “la necesidad” que lo mueve. Cuando Chou Enlai y Nixon se sentaron a negociar con tan impresionante éxito, no avanzaron porque se dejaran seducir, sino porque calibraron muy bien las causas que llevaban al otro a dialogar. Si gente como Cabello, el Ailsami y Jorge Rodríguez es puesta de lado, sin duda los factores favorables a las soluciones negociadas pueden ganar terreno. Es un grupo que encubierto en un falso igualitarismo destruye las libertades. Porque, como escribiera en el siglo XIX en su notable “Memorias de Ultratumba”, el agudísimo Chateaubriand: hay secretas complicidades entre el igualitarismo y el despotismo.
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