Uno de los videos más virales de los últimos días ha sido ese donde se ve -nítida y escandalosamente- cómo un pequeño enjambre de policías (PNB) acorrala en un rincón a varias mujeres y les roba sus pertenencias. Una de ellas -blusa blanca, pantalón verde oliva, rostro atolondrado por la asfixia- es llevada hasta el escondrijo. La mujer apenas puede respirar mientras el uniformado le arranca el reloj y lo escurre furtivamente en su bolsillo. Ella, a tientas, busca sentarse para recuperar el aliento. Al lado, tres policías más, como perros hambrientos alrededor de un hueso, forcejean con otra mujer, tironeándola de un lado a otro, jalonando su morral, sacando objetos de allí, guardándoselos presurosos en cualquier parte, repartiéndose el botín como míseros rateros de la calle.
Esa otra mujer, cuyo rostro no logra registrar el video, habla hoy conmigo, con una cólera inmensa en la garganta. Porque pasó mucho más de lo que se alcanza a ver:
“Estábamos regresando por la Av. Luis Roche y fuimos emboscados por una gran cantidad de PNB en motos. No tuvimos cómo escapar. Nos ahogaron con bombas lacrimógenas. Nos escondimos tras las columnas del Hotel Caracas Palace. El diputado Paparoni estaba en ese grupo y salió para que pudiéramos escapar. Pidió que no lo golpearan porque tenía una lesión en el brazo, pero no le hicieron caso. Nos apuntaron con sus armas despojándonos de nuestras pertenencias. Como en mi morral no estaba el celular comenzaron a meterme mano por todos lados. Por la espalda, por mis senos y por dentro del pantalón llegando a mi zona vaginal donde tenía el celular, pero por el guante que él tenía y lo apretado del bluyín no pudo sacármelo. ¡Estoy endemoniada, rabiosa, indignada, porque el hecho de tocarle los genitales a una mujer sin su consentimiento, con o sin penetración, es una violación! ¡Y te digo que la mirada y la voz de ese policía nunca las olvidaré!”
Aquí detengo su relato. Aquí todo hierve. Aquí la furia es absoluta. Supongo que a esto también se refiere el ministro Padrino López como atrocidad. No sé si él, o el comandante general de la PNB, tienen estómago y argumentos para defender tamaño ultraje. No sé si de esto va amparar a una revolución. No sé si la cotidianidad de estos uniformados es tan miserable que necesitan robar, manosear, humillar, oprimir, a sus compañeros de cédula de identidad y gentilicio.
Teresa, llamémosla Teresa para preservar su identidad, continúa relatándome la traumática escena:
“Uno de los policías le decía al otro ‘¡Si no te da el celular, dale lo suyo!’. Les dije ‘No tengo nada más que me quiten’ y el otro insistía en que le diera el celular, apuntándome con la cosa esa que dispara bombas. Le pregunté al que estaba revisándome ‘¿Por qué me quieres matar, por qué me quieres hacer daño?’. Entonces nos vimos fijamente a los ojos y me dijo: ‘Yo no te voy a matar’. Y me empujó contra una jardinera. Allí me dejaron. A las otras mujeres que estaban en el grupo les robaron los celulares, los lentes, todo. A una periodista de prensa internacional le quitaron la cámara y 1.000 euros. Salimos de allí y nos sentamos en un banco a vomitar”.
Mientras tanto, en los alrededores de la Plaza Altamira el diputado Carlos Paparoni se afanaba en recoger del piso un gran número de tuercas, como prueba de las insólitas y letales municiones que dispararon los uniformados. Mientras tanto, hoy, Teresa me reafirma el tamaño de su ira y el calibre de su resolución:
-“¡Faltan letras en el abecedario para describir lo que siento! Si ellos creen que con esa actitud de malandros que ni siquiera conocen de leyes y tratados internacionales van a hacer que dejemos de protestar, pues ¡¡NOOOOO!! Estoy más fuerte que nunca y con mucha determinación producto de la arrechera! ¡Perdón, pero no tengo otra expresión! La gente se quedó sin celulares, sin cámaras, sin documentos, sin dinero, sin zapatos, pero con más ganas de seguir hasta lograr el objetivo. No vamos a entregar tan fácil lo que nos queda de país y mucho menos vamos a dejar que las muertes de tantos jóvenes exigiendo libertad sea en vano”.
La voz de esta mujer parece replicar la voz colectiva del asfalto en Venezuela. La voz que se hizo calle y protesta, calle y mapa de ruta. Ni siquiera permite que sus amigas lloren cuando les cuenta lo sucedido. Ella sabe que hay tragedias de mayor calibre ocurriendo cada día en nombre de la detestada revolución de Nicolás Maduro. Ella sabe que hay sangre que no regresa al cuerpo. Que hay más nombres agregándose a la lista de muertes. Que hay gente siendo arrojada a calabozos por el puro gesto de manifestar en paz. Que hay familias arruinadas en el dolor de un hijo que no volverá nunca más al hogar. Que las otras atrocidades continúan su curso: el hambre, el hampa, la ausencia de medicinas, la pobreza extrema y las epidemias, el desmoronamiento del país.
Finalmente, me dice “Teresa”:
– “No quiero que mi nombre sea revelado. No quiero ser noticia. La noticia es Venezuela. Soy visitador médico y he ido a todas las marchas. Tengo 52 años y ahora es que me quedan fuerzas para luchar contra esto. Seguiré en las calles. Lo tengo en mi sangre. Mi papá era polaco y vivió la segunda guerra mundial. Él me enseñó que a los dictadores y tiranos hay que combatirlos. Eso sí, preservando la vida. Es la primera vez que me agarran. Desde el 2002 estoy en esto y no me canso. No me da la gana. Estoy más digna y fuerte que nunca. Tengo un compromiso enorme con la tierra bendita que recibió a mi padre”.
Bendita sea esta Teresa sin nombre que encarna a todas las valientes mujeres del país
Aquí el vídeo donde se ve que la joven se sienta, aparte, mientras los funcionarios continúan registrando y guardándose objetos en los bolsillos ante el rincón del hotel. Posteriormente los policías se retiran y puede verse a una señora, vestida de negro, salir desde el sitio.-
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