La inmensa manifestación popular ocurrida este domingo en Brasil contra la presidenta Dilma Rousseff sorprendió no sólo a los gobiernos latinoamericanos y en especial a los de Unasur, sino que puso al desnudo ante el mundo que el poderoso gigante brasileño tiene pies de barro, y que los pregonados sueños de grandeza anunciados por el demagogo Lula Da Silva terminaron siendo sólo eso: simples y destartalados sueños de un anciano ciego y embriagado por los espejismos de sus “éxitos”.
Su sucesora, con más sentido de la realidad que su maestro, trató de enderezar las cargas pero el mal ya estaba hecho. Rousseff, noblemente, hizo notar que “la ausencia de incidentes en las protestas son una inequívoca prueba de que Brasil es un país democrático que, a diferencia de otros, convive pacíficamente con manifestaciones”. Un mensaje directo a Maduro y sus militares.
Luego de sembrar entre sus seguidores que Brasil era una potencia, que el mundo desarrollado subestimaba y que el subcontinente suramericano le quedaba estrecho para el destino de grandeza que la historia le tenía reservado a Brasil, el señor Lula Da Silva hizo y deshizo dentro de su real gana sin darse cuenta de que, por muy rico y poderoso que sea un país siempre corre el riesgo de sobrepasar sus posibilidades y caer en el abismo de una crisis inesperada.
Los observadores internacionales quedaron boquiabiertos con la manifestación de este domingo en Brasil, sorprendidos no tanto por la movilización en sí misma y por la manera coordinada y pacífica como se llevó a cabo, sino por el millón y algo más de manifestantes que expresaban su malestar con una fuerza y una rabia inesperadas. Era como si de repente los brasileños hubieran descubierto que buena parte de la riqueza que Lula había anunciado para todos se estaba convirtiendo lentamente en una escenografía de cartón piedra.
Una gran decepción popular y de la clase media recorrió el país cuando entendieron que el Brasil que le habían prometido no iba a llegar tan rápido.
Los grandes planes para el campeonato mundial de fútbol y las olimpíadas eran parte del show y una muestra de como el gran prestidigitador Lula podía sacar cualquier cosa de su sombrero de copa. Pero la magia duró poco, el engaño se derrumbó y miles de millones de dólares pasaron de mano desde las grandes obras públicas a grupos de políticos innobles y raquíticos de ética, que se enriquecieron para que Lula tuviera mayoría en el Congreso y mandara a placer y conveniencia.
Ahora le toca a Dilma Rousseff recoger los vidrios, tratar de esconderlos debajo de la alfombra y enderezar el rumbo de una economía tambaleante. Destino trágico el de esta mujer que, alentada por la lealtad al expresidente Lula, ahora sufre las andanadas de sus enemigos y, lo que es peor, de su propio pueblo al cual le debe no sólo explicaciones sino duros castigos para aquellos que desde el Partido de los Trabajadores no pensaron en Brasil, ni en los pobres ni en la clase media, sino en sus sucios bolsillos.
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