*** Flor María Heredia fue víctima del conflicto armado colombiano. En 2001 huyó de su país: «Tuvimos miedo, nos fuimos de nuestras tierras y nos vinimos a Venezuela. Nos costó mucho comenzar una nueva vida», dice mientras empaca sus cosas y espera ser devuelta a Colombia
*** Ingrid Torres fue expulsada esta semana por no contar con documentos legales. Pidió a los guardias que le dejaran llevarse a su bebé venezolana de 4 meses, relata su pareja, Diego Trejo: «No quisieron, dijeron que son `hijos de la patria». Pese al cierre fronterizo, ambos se encuentran casi a diario en la mitad del río Táchira para que ella amamante a la niña.
*** Aunque el Puente Internacional Simón Bolívar cumplió más de una semana cerrado, el tránsito no cesa. «Esto sigue creciendo y creciendo, la gente no para de llegar», cuenta el sacerdote Carlos Alberto Escalante en uno de los siete albergues instalados en Cúcuta. «La gente llega desesperanzada sin saber para dónde va, algunos huyeron a Venezuela a causa del conflicto armado en Colombia. Este es un doble desplazamiento. Es desgarrador», dice.
*** Estado de excepción se mantiene en 10 municipios fronterizos
*** En las casas de La Invasión, en San Antonio del Táchira, comenzaron a aparecer banderas de Venezuela. Con ese símbolo tratan de salvarse de otro pintado en algunas viviendas: la letra «D», de demolición, con la que los militares marcaron las que pertenecían a colombianos que fueron deportados, y que luego cambiaron por una seña un poco menos evidente, un punto hecho en spray rojo. El sector permanece militarizado una semana después de que el presidente Nicolás Maduro cerró el puente Simón Bolívar y anunció el estado de excepción en 6 municipios fronterizos, ampliado luego a 10, que abarcan a una población de más de 441.000 personas.
*** El gobierno dice que con la medida busca frenar el contrabando de alimentos y combustible, así como el paramilitarismo en la zona. Por ahora ha propiciado el retorno forzado de por los menos 8.259 colombianos, entre deportados, repatriados y quienes ante el temor de ser expulsados decidieron cruzar las cientos de trochas que mantienen viva una de las fronteras más calientes de la región
En las viviendas del sector Ezequiel Zamora del barrio La Invasión, en San Antonio del Táchira, fueron izadas banderas de Venezuela. Sus habitantes, muchos de ciudadanía colombiana, creen que con ondear el pabellón nacional evitarán las deportaciones ejecutadas por la Guardia Nacional Bolivariana. «Pusimos las banderas para que no nos tumben las casas y no saquen a la gente, así sabrán que somos venezolanos. Nadie nos mandó a colocarlas, es una idea que se nos ocurrió después de ver cómo se llevaban a nuestros vecinos», dice Liliana Garzón, moradora de Ezequiel Zamora.
Aunque las banderas fueron izadas, la nacionalidad en la frontera está a media asta por las familias rotas y la migración forzada. La Invasión es una comunidad repleta de militares desde el 22 de agosto.
Ese día un batallón de la GNB, con tanqueta y retroexcavadoras, entró al barrio para aplicar un Operativo de Liberación del Pueblo. Buscaron a los ciudadanos de nacionalidad colombiana y allanaron decenas de viviendas sin orden judicial.
Se ampararon en el estado de excepción, ordenado por el presidente Nicolás Maduro primero en seis municipios fronterizos y luego en cuatro más con la intención de frenar el contrabando de alimentos y de combustible hacia Colombia. Pero desde hace poco más de un mes los OLP se han aplicado de la misma forma en varios estados del país.
«Sacaron a la gente bajo engaño. Los guardias nacionales pidieron a los colombianos que se trasladaran a la cancha deportiva para supuestamente hacer una revisión de papeles de identidad. Los soldados dijeron que solamente era un chequeo de rutina, que anotarían nombres para hacer una reseña y luego dejarían que todos regresaran a sus casas. Pero no fue así, porque muchos vecinos fueron deportados», agrega Garzón.
Tras 12 días del cierre de la frontera colombo-venezolana y la aplicación del OLP en Táchira han sido deportadas más de 1.088 personas, 4.260 que volvieron de forma espontánea y 369 que retornaron a su lugar de origen en Colombia, según un comunicado emitido el jueves por la Organización de Naciones Unidas. Todos suman 5.717 personas.
Con un largo historial de roces diplomáticos, los más de 2.219 kilómetros de tierra que comparten Colombia y Venezuela constituyen una de las fronteras más calientes de la región. Las deportaciones que han ocurrido esta semana se suman a un goteo que ya acumula más de 6.200 ciudadanos en situación irregular deportados en dos años y medio, que fue denunciado en mayo pasado por la Cancillería colombiana. Las cifras alcanzan los niveles de los años ochenta y noventa, cuando el conflicto armado en el país vecino expulsó a una oleada de ciudadanos, de acuerdo con datos del Centro de Migraciones de Cúcuta. Como en toda frontera, en esa franja de territorio las nacionalidades están mezcladas. No todas las familias son totalmente venezolanas o colombianas.
Al padre de Flor María Heredia se lo llevaron el miércoles en una ambulancia de Protección Civil Táchira. El hombre, de 93 años de edad, estaba postrado en una cama. «Le pedimos que vinieran a buscarlo, porque finalmente vendrán por nosotros y preferimos que él sea trasladado con atención médica, pues está delicado de salud», cuenta la mujer mientras llora en su casa en proceso de mudanza.
Heredia, de 56 años de edad, fue desplazada por el conflicto armado en su país. Vivía con su familia en la población de Sardinata, en el departamento Norte de Santander, pero un día de 2001 llegó un grupo de supuestos paramilitares y acusó a los moradores de colaborar con la guerrilla. Ese mismo día hubo una oleada migratoria en esa localidad, afirma. «Nosotros no apoyábamos a nadie. Pero tuvimos miedo, muchos nos fuimos de nuestras tierras. Una amiga en Táchira me dijo: `Véngase para acá’. Cuando llegamos nos costó mucho construir nuestra casita, comenzar una nueva vida. Nos vinimos a Venezuela porque los paramilitares nos desplazaron y ahora el gobierno de Venezuela nos desplaza».
Sentada en una silla dentro de su casa y acompañada de un par de amigas, Heredia solo piensa qué será de su vida al regresar a Colombia. Los vecinos se le acercan para abrazarla y decirle que el presidente Juan Manuel Santos va a ayudarla. Prometen que resguardarán sus pertenencias mientras todo vuelve a la calma. Es una escena que, por estos días, se ha hecho común en Táchira.
Los escondidos
PP, un hombre de 46 años de edad, escondió a 16 colombianos en su casa, localizada en San Antonio de Táchira, para que no fueran deportados por los militares venezolanos. «Un funcionario de Migración, un buen hombre, me dijo: `Dale refugio a tus paisanos, te los entregaré con maletas y documentos para que los ayudes a huir’. Los escondí en mi casa.
Llegaron hambrientos y llorando, solo tenían algunos bananos verdes y yo tampoco tenía mucha comida. Solo estuvieron día y medio, luego les buscaron un sitio adonde irse. Volvería a esconder a más familias, porque en mi casa todos somos hijos de Dios».
DR, otra habitante de San Antonio, que hacía el miércoles una fila en el llamado «corredor humanitario» cerca del Puente Internacional Simón Bolívar, asegura que también refugió a una familia colombiana en su casa durante el comienzo del OLP. «Estaban buscando casa por casa a los colombianos. Tengo una amiga que se encontraba desesperada y ya estaba identificada por la Guardia Nacional. Sus hijos son venezolanos y, como decían que les quitaban a los niños, le ofrecí mi casa. Estuvieron tres días allí, pero luego lograron entrar a Cúcuta y están bien. Espero verla pronto y llevarle unas cositas que dejó acá».
Pero otros colombianos han decidido regresar a su país. «Que no me busquen, me iré sola. Quiero regalarle mis huesitos a Colombia.
Yo tengo la cédula de identidad de residente, pero casi todos mis amigos y vecinos han sido expulsados. Llegué en 1985 a Venezuela, viví con mi hermana en Caracas y ella murió. Le cogí cariño al país y me mudé a Táchira. Pero ya no tengo motivos para quedarme porque este país ha cambiado mucho. Ahora el gobierno cree que todos somos paramilitares y no es así, meten a muchos colombianos presos. La verdad es que muchos somos pobres, pero honrados», expresa Leonor Padilla, de 74 años y vecina de San Antonio.
Las casas marcadas. De la familia Ortega Fuentes so- lo quedan recuerdos. Sus vecinos en el sector Mi Pequeña Barinas del barrio La Invasión aseguran que son «gente de bien». «Mire, el único pecado de la señora Gloria era hacer uñas y el del señor Robinson arreglar carros dañados. Por eso vinieron los guardias nacionales a destrozarles la casa y sacarlos como perros. Los acusaban de paramilitares y les decían que se pusieran sus zapaticos porque se iban a su país. Nosotros intentamos defenderlos, pero los soldados tienen armas y era mejor dejar eso así», relata una mujer que no quiso revelar su identidad.
Todo está revuelto y fracturado en la vivienda de la familia deportada. Hay vidrios y paredes rotas. En el piso están tiradas fotografías, discos compactos, libros escolares, copias de sus documentos de identidad, una patineta sin ruedas, un ventilador roto, un equipo de sonido, muñecos y potes de pintura. Entre esos escombros deambula un perro de raza poodle que, según vecinos, se niega a abandonar la casa.
En el estacionamiento está un automóvil sin placas, recién pintado de blanco. Y en el patio, un montón de ladrillos rotos, un depósito subterráneo y unas rosas.
Casi todas las casas de La Invasión fueron marcadas con las letras «R» (revisada) o «D» (demoler). El viernes cambiaron las letras por puntos rojos hechos igualmente con spray. Según miembros del consejo comunal del sector Ezequiel Zamora uno de los tres que hay en el barrio 66 viviendas han sido marcadas con la D. Es solo una fracción, pues La Invasión cuenta con otros sectores que agrupan más viviendas marcadas por la GNB. «Antes de que entraran los soldados, en Ezequiel Zamora había 265 familias y ahora solo quedan 150. Algunas casas han sido demolidas, otras serán destruidas. Cada vez que vemos pasar la máquina demoledora nos asustamos», dice un miembro del consejo comunal.
El general José Morantes Torres, comandante de la Zona Operativa de Defensa Integral de Táchira, declaró el miércoles en la noche que La Invasión «servía de plataforma bidireccional de logística del contrabando y de labores de paramilitares». Además, informó que revisaron 2.572 viviendas y que luego analizarán lo que harán con el barrio porque estaría instalado en una «zona de seguridad».
En La Invasión, fundado en enero de 2004, solo hay caminos de polvo; pocas son las calles pavimentadas y el año pasado la gobernación entregó recursos para hacer el sistema de cloacas. Hay casas construidas con bloques o con tablillas de madera, bodegas, un Simoncito, 10 iglesias cristianas, una base de misiones en la que el mes pasado realizaron una jornada de Mercal, algunas canchas deportivas delimitadas con viejos neumáticos. La gente se moviliza comúnmente en motocicletas.
Es una población rodeada de sembradíos de plátano, maleza y cuyo límite al norte es el río Táchira que comunica, a través de casi 100 trochas (puentes improvisados), con Colombia. En este sitio, precisamente, es donde se agrupan los militares que tomaron La Invasión. «Durante los primeros días del cierre de la frontera nos permitían salir y entrar con nuestras cosas. Estamos trasladando nuestros enseres a Colombia, o eso intentamos. Pero ahora nos impiden hacerlo, algunos guardias nacionales cobran por dejarte pasar y uno les paga entre 300 y 4.000 bolívares, el costo varía según el día y lo que vaya a llevar al otro lado de la frontera. Cerca de las 6:30 de la tarde o muy temprano, en la mañana, dejan pasar por las trochas. También baja la vigilancia en la noche, porque a la guardia le da miedo quedarse a oscuras y muchos se van», afirma un habitante del barrio. Esta versión es validada por otros vecinos.
El éxodo por las trochas
Las trochas son utilizadas por hombres, mujeres, ancianos, niños; en familias o solos. Casi todos cargan con pesados bultos, maletas, jaulas con mascotas, electrodomésticos, motocicletas, cabillas, zinc, neveras, cocinas, camas. Es un éxodo que depende de la apertura de los caminos.
Para Yurley Higuera, colombiana de 28 años de edad, ha sido una larga espera. Cuando supo que sería deportada remató toda la mercancía que tenía en su puesto de ropa en el Centro Cívico de San Cristóbal, en Táchira. Después fue a su casa para empacar sus pertenencias y pagó a un camión de mudanzas para trasladarlas a Cúcuta por el Puente Internacional Simón Bolívar. Pero no pudo hacer el recorrido, las autoridades venezolanas le dijeron la semana pasada que no podía pasar con esa cantidad de objetos a Colombia y solo le permitían cargar con la ropa. Se fue a una de las trochas del río Táchira, acompañada de su perro Chester y de un amigo motorizado que contrató para guiarla, y allí aguardó durante ocho horas. Pero este plan tampoco funcionó, pues los militares que custodiaban estos caminos no permitieron el paso ese día. «Todo lo que tengo está en Venezuela. No puedo irme sin esto, porque sería como quedarme en la calle. Ya llevo dos días esperando», contó el miércoles. El jueves pudo pasar, pues algunas trochas fueron reabiertas completamente.
«Hijos de la patria». La separación de familias producto de las deportaciones ha sido denunciada por las autoridades de Colombia y representantes de la Iglesia católica, que están asistiendo a los expulsados en Cúcuta. Juan Fernando Cristo, ministro de Interior de Colombia, aseguró que 34 niños venezolanos fueron separados de sus padres colombianos desde que comenzó el proceso.
Pero Hugo Caro, defensor del Pueblo del Táchira, declaró el lunes a la prensa nacional que esto no es cierto. El diario El Tiempo de Colombia reseñó el miércoles el rescate que hizo un soldado colombiano de un niño de 2 años de edad que se perdió cruzando el río Táchira. Desde la Diócesis de Cúcuta confirman la llegada de familias rotas a los albergues instalados en la ciudad para recibir a los deportados.
Ingrid Torres, una joven oriunda de la ciudad de Girardot (en el departamento colombiano de Cundinamarca), es una de las expulsadas de Venezuela por no contar con documentos legales. Ella fue separada de su bebé de 4 meses de edad que nació en Venezuela. «Ingrid había sellado recientemente su pasaporte en Colombia y eso le permitía estar legalmente unos meses más en Venezuela, pero los guardias nacionales no hicieron caso de eso. Se la llevaron sin mediar palabras», cuenta Diego Trejo, su pareja.
Torres solo pidió llevar consigo a su hija. Antes de ser deportada, insistió en que necesitaba darle pecho a su bebé y por eso no podían ser separadas. «Los guardias nacionales no quisieron que se la llevara fuera de Venezuela, dijeron que son hijos de la patria», recuerda Trejo.
Pese al cierre de la frontera y las medidas del Ejecutivo, el intercambio sigue ocurriendo como un proceso vital. Ahora Torres y su pareja se encuentran en la mitad del río Táchira para que ella amamante a su bebé. Lo hacen casi a diario, pero en ocasiones deben interrumpir la rutina debido a los cierres de las trochas.
«No paran de llegar»
El Puente Internacional Simón Bolívar cumplió más de una semana cerrado, pero el tránsito no cesa. «Esto sigue creciendo y creciendo, la gente no para de llegar. Están llegando por las trochas de San Antonio, La Parada, Santa Cecilia, San Faustino, cerca del Puerto Santander.
Vienen con los enseres que pueden traer, con los niños, con los animales», cuenta por teléfono el sacerdote Carlos Alberto Escalante, director del Centro de Comunicaciones de la Diócesis de Cúcuta, que junto con las autoridades colombianas y organizaciones de ayuda humanitaria atienden los siete albergues que se han instalado en la ciudad fronteriza desde que el presidente Nicolás Maduro decretó el estado de excepción y ordenó la deportación de colombianos sin papeles.
La ciudad está prácticamente detenida por la falta de gasolina y porque está volcada a la atención de los «migrantes forzosos». Con los días se han ido reacomodando a la multitud que ya desbordó la capacidad de las instituciones cucuteñas. Cuando comenzó el proceso recibían a los deportados en la sede de la parroquia San Pedro, pero dos días después mudaron el centro de registro a un polideportivo en el municipio Villa del Rosario. Este fin de semana abrirían dos albergues más. En San Antonio, cientos de personas esperan en las calles con maletas y enseres para poder cruzar a Cúcuta, pero los militares solo dejaban cruzar a los que consideraban casos de emergencia.
Escalante calcula que la cifra de gente que busca acogida en Cúcuta supera las 5.000 personas. Muchos de ellos no están en los registros, una de las principales dificultades que atraviesan, pues se vienen huyendo sin esperar la deportación. A todos los atienden con comida y techo, cuidados médicos, apoyo psicológico y espiritual. A través del Centro de Migraciones de Cúcuta comenzarán un trabajo de reinserción de las familias a sus lugares de origen.
«La gente llega desesperanzada sin saber para dónde va, algunos se fueron a Venezuela a causa del conflicto armado en Colombia y este es un doble desplazamiento. Muchos ya no tienen familia en Colombia y confían en que el gobierno o la misma Iglesia les dé un terreno donde puedan hacer su casa nuevamente. Esto es desgarrador».
Tomado de El Nacional
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